Viernes 29. Día V de la Octava de Navidad

 


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Lc 2, 22-35

A fuerza de lirismo hemos borrado la humillación y el frío de Belén.
Navidad profanada la que oculta el incómodo trazo de verdad: establo abandonado, cruda noche, soledad y pobreza son la prueba de que a Dios no le va el falseamiento de la recia y concreta realidad.
Que Dios no hizo remilgo a la humildad de calzar la alpargata vergonzante
del hombre peregrino y vagabundo.
En la leve figura de este Niño golpea poderoso el corazón de Dios.
A ver si de una vez entra en nosotros el gozo verdadero de la Navidad pura, comprometida en amor.

José Luis Gago del Val, 1934-2012


FELIZ NAVIDAD

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