XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

 

En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará».
Mc 8, 27-35

    Lo que el seguimiento del Cristo conlleva está directamente relacionado con lo que ser “el Cristo” significa. Negarse a sí mismo no es un programa de ascetismo para el crecimiento personal en la humildad, y tomar la cruz no es la resignación cotidiana ante nuestras dolencias humanas. Ambas cosas son, en realidad, la consecuencia de seguir al Cristo en la vida y en la muerte; tienen que ver con rehusarse a “salvarse” por causa del evangelio del Cristo. Y esto es una paradoja: sólo quien no se salve puede ser salvado en el seguimiento del Cristo que es tal porque renunció a salvarse.


Feliz domingo



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